Algunos detalles de la Guerra Civil en Medellín:

 

       "El mismo día, 15 de agosto, ... una nueva orden de operaciones comunicada a Yagüe por el general Franco fijaba los objetivos más inmediatos: a) dejar en Badajoz las tropas necesarias para consolidar su dominio; ... c) fortalecer el débil flanco derecho mediante un golpe de mano en la carretera de Don Benito, cuyo éxito permitiría progresar con cierta facilidad hacia la zona de Logrosán - Cañamero - Guadalupe, y d) cortar, si fuera posible el ferrocarril...

    El primero de los movimientos se ejecutó con gran rapidez al no encontrarse resistencia...

    La consecución del otro objetivo... presentó mayores complicaciones. En un primer momento, los nacionales vieron obstaculizada su marcha por la acción de numerosos campesinos de la zona y milicianos fugitivos de Badajoz; a ellos se unirán después fuerzas gubernamentales -hombres, artillería y apoyo aéreo- a las órdenes del general Riquelme, enviadas a este teatro de operaciones por el mando republicano con el fin de romper el débil flanco derecho de los sublevados.

    Hacia el Este, en dirección a Santa Amalia, sale, también el día 16, la columna Castejón, sufriendo un fuerte descalabro entre este pueblo y Medellín como resultado de una acción conjunta de las milicias campesinas lideradas por el diputado comunista Martínez Cartón y la aviación republicana, que bombardea sin cesar durante unas diez horas a los rebeldes causándoles numerosas bajas. No puede impedirse, sin embargo, que éstos últimos ocuparan el 17 el pueblo de Santa Amalia.

    Los choques y bombardeos continuaron al día siguiente. Una sección de la columna Asensio, el II Tabor de Tetuán que también operaba en esta zona  reforzando a Castejón, fue destruida en Medellín casi en su totalidad por una escuadrilla aérea gubernamental mandada por el escritor francés André Malraux.

    Como resultado de estos enfrentamientos, quedaba fijado el frente en la villa de Medellín y profundamente dislocadas las unidades del ejército rebelde, dirigiéndose unas hacia Trujillo y zona de Almaraz - Navalmoral y encaminándose otras en dirección Logrosán - Cañamero para liberar Guadalupe". 

(García Pérez, J. y Sánchez Marroyo, F. (1986): La Guerra Civil en Extremadura. 1936-1939. Ed. Hoy, Badajoz. Págs. 52-53)

     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DIARIO: AHORA, 23 de Agosto de 1936

 

 

Crónicas de la Guerra de 1936-39 en Medellín.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Análisis que hace el periódico Frente Popular del avance sobre Medellín:

 

         Foto de André Malraux tomada desde la torreta delantera de un Potez 54. Dedicada a Bernard Soukoff, miembro Haz click para ampliar de la escuadrilla. Pese al desconocimiento que Malraux tenia de la aviación, participó en algunas misiones,  incluso le hirieron ligeramente en Medellín... en el regreso de los ataques a Medellín, en el mes de septiembre, en que Junkers 52 dispararon contra el fuselaje del Potez en el que iba Malraux, que resultó ligermanete herido en el brazo; y la segunda vez, en una de las últimas misiones de la Escuadra, el 27 de diciembre Malraux estaba entre los tripulantes del Potez pilotado por Darry, que se partió al aterrizar en Manises sobre un campo y salió casi ileso, con rasguños en la nariz, el cuello y el pecho.

http://www.geocities.com/red_spain/MALRAUX.htm 

         

                 He aquí un fragmento de la obra L´Espoir del escritor francés y jefe de la escuadrilla "España", André Malraux, donde se relata la actuación de esta unidad de la aviación republicana, compuesta en parte por pilotos de fortuna, en su intento de detener a la Columna Madrid a su paso por Extremadura en agosto de 1936.

«En medio de la exaltación general y de un calor que reventaba, seis aviones modernos se preparaban para partir. La tropa morisca que atacaba Extremadura marchaba de Mérida contra Medellín. Era una fuerte columna motorizada, sin duda la élite de las tropas fascistas. De la dirección de las operaciones se acababa de telefonear a Sembrano y a Magnin: Franco la dirigía personalmente.
Sin jefes, sin armas, los milicianos de Extremadura trataban de resistir. De Medellín, el talabartero y el dueño del bodegón, el fondista, los obreros agrícolas, algunos miles de hombres entre los más miserables de España, partían con sus escopetas contra los fusiles ametralladores de la infantería mora.
Tres Douglas y tres multiasientos de combate, con ametralladoras de 1913, tomaban en ancho la mitad del campo. No había aviones de caza: todos estaban en la Sierra. Sembrano, su amigo Vallado, los pilotos de línea españoles, Magnin, Sibirsky, Darras, Karlitch, Gardet, Jaime, Scali, alumnos nuevos –Dugay y los mecánicos en el extremo de los hangares, con el zarzero Raplati-, toda la aviación estaba en juego.
Jaime cantaba un cante flamenco.
Los dos triángulos de los aparatos partieron hacia el sudeste.
Hacía fresco en los aviones, pero se veía el calor a ras de tierra, como se ve el aire caliente temblar encima de las chimeneas. Acá y allá, los grandes sombreros de paja de algunos campesinos aparecían entre los trigos. De los montes de Toledo hasta los de Extremadura, más allá de la guerra, la tierra color de cosechas dormía con el sueño de la tarde, de un horizonte a otro recubierto de paz. En el polvo que subía hacia el gran sol, los rellanos y los oteros formaban siluetas chatas; más allá, Badajoz, Mérida –tomada el 8 por los fascistas-, Medellín, invisibles aún, puntos irrisorios en la inmensidad de la llanura que temblaba.
Las piedras se hicieron más numerosas. Por último, áspera como su tierra de rocas, techos sin árboles, viejas tejas grises de sol, esqueleto berberisco sobre tierras africanas: Badajoz, alcázar, su plaza de toros vacía. Los pilotos miraban sus mapas, los bombarderos sus miras, los ametralladores los pequeños molinetes de los puntos de mira que giraban a toda velocidad fuera de la carlinga. Abajo, una vieja ciudad española roída, con sus mujeres negras detrás de las ventanas, sus olivos y sus anises al fresco en baldes con agua de pozo, sus pianos en los que jugaban los niños tocando con un dedo, y sus gatos flacos al acecho de las notas que se perdían una tras otra en el calor... Y una impresión de sequedad tal, que parecía que tejas y piedras, casa y calles debiesen resquebrajarse y pulverizarse a la primera bomba, con un gran ruido de huesos y cascajos. Por encima de la plaza, Karlitch y Jaime agitaron sus pañuelos. Los bombarderos españoles lanzaban pañuelos con los colores de la República.
Ahora, una ciudad fascista: los observadores reconocían el teatro antiguo de Mérida, las ruinas: una ciudad semejante a Badajoz, semejante a toda Extremadura. En fin, Medellín.
¿Por qué carretera llegaba la columna? Las carreteras sin árboles estaban amarillas bajo el sol, un poco más claras que la tierra, y vacías hasta donde alcanzaba la vista.
La escuadrilla sobrevoló un plaza cuadrada –Medellín- y comenzó a subir una carretera hacia las líneas enemigas, pero también hacia el sol. Ese sol de las cinco los deslumbraba a todos; de la carretera sólo veían una cinta incandescente. Los dos Douglas que estaban detrás de Sembrano empezaron a retardarse, después tomaron la fila: la columna enemiga llegaba.
Darras, que acababa de pasar los mandos al primer piloto, miraba con todo su cuerpo, a medias inclinado en el corredor de la carlinga. Durante la guerra, sólo buscaba cualquier brigada alemana; esta vez buscaba aquello contra lo cual luchaba desde años ha en tantas formas, en su alcaldía, en las organizaciones obreras edificadas pacientemente, deshechas, rehechas: el fascismo. Después Rusia: Italia, China, Alemania... Aquí, en esta España, apenas la esperanza que Darras había puesto en el mundo encontraba su posibilidad, seguía apareciendo el fascismo –casi bajo su avión-; y lo único que él veía eran los aviones de los suyos cambiando su línea de fuego.
Para tomar la fila, el avión en que se encontraba (el de Magnin era el primero de los internacionales) dio la vuelta. La carretera delante de ellos estaba marcada por puntos rojos a intervalos regulares, muy recta, a lo largo de un kilómetro. El avión estaba encima, el sol se volvió, y Darras no vio más que una carretera blanca.
Después la carretera se torció oblicuamente, el sol se deslizó hacia un lado: los puntos rojos reaparecieron. Demasiado pequeños para ser automóviles, con un movimiento demasiado mecánico para ser hombres. Y la carretera se movía.
De pronto, Darras comprendió. Y como si se hubiera puesto a ver con el pensamiento, y no con sus ojos, distinguió las formas: la carretera estaba cubierta de camiones con bacas amarillas de polvo. Los puntos rojos eran los capós pintados al minio, no camuflados.
Hasta el inmenso horizonte silencioso de campo y paz, carreteras en torno a tres ciudades, en estrellas, como las huellas de enormes patas de pájaro; y entre esas tres carreteras inmóviles, ésta. El fascismo, para Darras, era esa carretera que temblaba.
De los dos lados de la carretera, tiraron bombas. Eran bombas de diez kilos: un estallido rojo en punta de lanza, y humo en los campos. Nada mostraba que la columna fascista fuera más rápido; pero la carretera temblaba más.

Los camiones y los aviones iban al encuentro los unos de los otros. En el sol, Darras no veía bajar las bombas, pero las veía estallar, en rosario ahora, siempre en los campos. Su pie vendado empezaba a dolerle. Sabía que uno de los Douglas no tenía lanzabombas y bombardeaba por el agujero agrandado de la letrina. De pronto, una parte de la ruta dejó de temblar: la columna se detenía. Una bomba había tocado un camión, derribado en el camino, pero Darras no lo había visto.
Como la cabeza de un gusano que continuara sola su camino, el tramo anterior de la columna, cortada en dos, escapaba hacia Medellín; las bombas continuaban cayendo. El avión de Darras estaba encima de ese tramo.
El segundo piloto no ve debajo de sí.

Bombardero del tercer avión internacional, Scali miraba las bombas acercarse a la carretera. Muy adiestrado en el ejército italiano donde, hasta que emigrara, había efectuado un periodo de reserva todos los años, habiendo vuelto a encontrar su precisión en tres misiones cumplidas en la Sierra, pilotado hoy por Sibirsky, en la vertical de la carretera desde hacía quince segundos, veía las bombas estallar cada vez más cerca de los camiones. Demasiado tarde para apuntar al tramo de cabeza. Los demás camiones intentaban pasar a derecha y a izquierda del que había caído de través en la carretera. Vistos desde los aviones, los camiones parecían fijos en la carretera, como moscas en un papel pega pega; como si Scali, porque estaba en un avión, hubiera esperado verlos escaparse, o partir a través de los campos; pero la carretera estaba sin duda bordeada de terraplenes. La columna, tan nítida momentos antes, trataba de dividirse por ambos lados del camión caído como un río por ambos lados de un peñasco. Scali veía claramente los puntos blancos de los turbantes moros; pensó en las escopetas de los pobres hombres de Medellín y abrió de golpe las dos cajas de bombas ligeras cuando vio por la mira el enredo de los camiones. Después se inclinó por la ventanilla y esperó la llegada de sus bombas: nueve segundos de destino entre esos hombres y él.
Dos, tres... No era posible ver bastante lejos hacia atrás. Por un agujero lateral: en tierra, algunos tipos corrían, los brazos al aire, bajando por el terraplén, seguramente. Cinco, seis... Ametralladoras en batería tiraban a los aviones. Siete, ocho... ¿Cómo corrían! Nueve: dejaron de correr, bajo veinte manchas rojas que estallaron a la vez. El avión continuó su camino como si nada de eso le concerniera.

Los aviones daban vueltas y vueltas para alcanzar de nuevo la carretera. El de Magnin volvía cuando habían estallado las bombas de Scali, de modo que Darras vio nítidamente disiparse el humo por encima de un amontonamiento de camiones patas arriba. Salvo en el instante del estallido rojo de las bombas, la muerte parecía no desempeñar ningún papel en ese asunto: no se veían sino manchas caquis huyendo de la ruta bajo los puntos blancos de los turbantes, como hormigas enloquecidas que se llevan sus huevos.
El que mejor veía era Sembrano: el primero de los Douglas volvía detrás del último de los internacionales cerrando el círculo. Sembrano sabía, mucho más que Scali, lo que era la lucha de los milicianos de Extremadura; sabía que nada podían hacer; que sólo la aviación podía ayudarlos. Volvía a pasar sobre la carretera para que los bombarderos que habían conservado bombas ligeras pudiesen destruir aún más camiones: la motorización era el primer elemento de la fuerza fascista. Pero era necesario, antes de la llegada de la aviación enemiga, alcanzar la cabeza de la columna que se había escapado a Medellín.
Algunos camiones saltaron todavía en los campos, ruedas en el aire. Desde que, echados de la carretera, no estaban ya frente al sol, la luz decreciente alargaba detrás de ellos sus sombras, de tal modo que sólo aparecían cuando estaban destruidos, como los peces muertos pescados con dinamita sólo suben a la superficie cuando han sido heridos.
Los pilotos habían tenido tiempo de precisar su posición por encima de la ruta. Las sombras de los camiones derribados se alargaban ahora a la cabeza y en la cola de la columna, como barreras.
“Franco tardará más de cinco minutos en arreglar esto”, pensó Sembrano, avanzando el labio inferior. A su vez, voló hacia Medellín.
Sin dejar de ser pacifista en su corazón, bombardeaba con mayor eficacia que ningún piloto español. Sólo que, para calmar sus escrúpulos, cuando bombardeaba, bombardeaba desde muy bajo: el peligro que corría, que se ingeniaba en correr, resolvía sus problemas éticos. O bien los camiones están en la ciudad, pensaba, y hay que hacerlos volar a todos por el aire, o bien están fuera, y para que los milicianos no se hagan matar se necesita también hacerlos volar por el aire. Iba rumbo a Medellín a doscientos ochenta por hora.
Los camiones que había formado la cabeza de la columna se amontonaban en la sombra de la plaza. No se habían atrevido a dispersarse porque era un pueblo enemigo. Sembrano voló lo más bajo posible, seguido de otros cinco aviones.
Ahora el sol llenaba las calles de sombra. Sin embargo, a trescientos metros, se adivinaba el color de las casas, salmón, azul pálido, verde, y la forma de los camiones; algunos estaban escondidos en las calles vecinas a la plaza.
Un Douglas venía hacia Sembrano en vez de seguirlo. El piloto había sin duda perdido la fila.
Los aviones iniciaron un primer círculo tangente a la plaza de Medellín. Sembrano recordaba su primer bombardeo, que había hecho con Vargas, ahora jefe de operaciones, y con los obreros de Peñarroya, rodeado de fascistas, que habían desplegado en las ventanas y en los patios sus cortinas, sus cubrecamas –sus más hermosos géneros-, para los aviadores republicanos.
Las bombas que lanzaron brillaron en un rayo de sol, desaparecieron, continuaron su camino con una independencia de torpedos. Gruesas llamas naranjas comenzaron a estallar como minas en la plaza que se llenó de humo. En un gran remolino, sobre la más alta llama, un cohete de humo blanco salió en medio del humo marrón; la minúscula silueta negra de un camión dio una vuelta entera en el aire y volvió a caer en la nube marrón. Sembarno, esperando que todo ese humo se disipara, echó una mirada hacia delante, volvió a ver el Douglas que había perdido la fila y dos más. Ahora bien, sólo tres Douglas se habían comprometido, contando el suyo: no podía tener tres delante de él.
Hizo oscilar su aparato para ordenar la formación del combate.
Inquieto por lo que ocurría en tierra, apenas había mirado: no eran Douglas, eran Junkers.

Era el momento en que la aviación le parecía a Scali un arma nauseabunda. Desde que los moros huían tenía ganas de alejarse. No por eso dejaba de esperar como un gato que la plaza llegara a su mira (le quedaban dos bombas de cincuenta kilos). Indiferente a las ametralladoras de tierra, se sentía a la vez justiciero y asesino, más asqueado, por lo demás, tomarse por justiciero que por asesino. Los seis Junkers, tres enfrente (los que había visto Sembrano) y tres debajo lo libraron de la introspección.

Los Douglas iban a tratar de huir: con sus pobres ametralladoras al lado del piloto, no podía ser cuestión para ellos el combatir con aviones alemanes con tres puestos de ametralladoras, armados de ametralladoras modernas. Sembrano había considerado siempre la velocidad como el mejor medio de defensa de los aviones de bombardeo. En efecto, los Douglas, llenos de gas, huyeron oblicuamente, los multiplazas internacionales lanzándose contra los tres Junkers de abajo; tres contra seis, contra seis sin cazas, felizmente. Alcanzado el objetivo, no se trataba ya de combatir, sino de pasar. Y Magnin elegía atacar por debajo de los aviones más bajos, que iban a destacarse contra el cielo, en tanto que sus aviones camuflados serían casi invisibles sobre los campos, a esa hora. Los tres Junkers no tendrían quizá tiempo de ponerse en línea de combate. Salió él también, entonces, a toda velocidad.
Los de abajo llegaban, formados como submarinos, su proa como un péndulo entre los guardabarros de su tren de aterrizaje. Uno de ellos viraba aún, y los internacionales veían con claridad su antena de radio y detrás su ametrallador de perfil, por encima de la carlinga. Gardet, en su torreta de delante, con un fusil de niño en la espalda, esperaba. Demasiado lejos para que lo oyeran, mostraba los Junkers con el dedo y agitaba el brazo izquierdo. Magnin, al lado de Darras, los veía agrandarse como si los hubieran hinchado.
Toda la tripulación tomaba conciencia de que un avión podía caer.
Gardet hizo girar su torreta; con un ruido extraordinariamente rápido, todas las ametralladoras martillando la carlinga, los aviones se cruzaron. Los internacionales había recibido muy pocas balas, las de las ametralladoras de proa solamente. Los Junkers permanecían detrás, uno de ellos iba bajando, sin caer del todo. Aunque la distancia no dejaba de aumentar, de pronto una docena de balas atravesaron la carlinga del avión de Magnin. La distancia aumentó todavía; bajo el fuego de las ametralladoras de atrás de los internacionales, los cinco Junkers volvían hacia sus líneas, el tercero bajando a sacudidas por encima de los campos.»

(Malraux, André, La esperanza, Madrid, Diario EL PAÍS, 2002; pp. 105-113. Edición original en francés, 1937)

La Guerra Civil Española Ver tema - La batalla de Extremadura por André Malraux

 


__Especial__
España, 1936-1939
España, 1936-1939

En el frente de Extremadura


Miguel Hernández
Frente Sur, nº 6. España, 8 de abril de 1937.


En la sierra de Yelves, frente a Santa Amalia, se halla repartido un grupo de unos treinta hombres. Amanece el día 31 de marzo con esperanzas de combate. La tarde anterior se ha visto desfilar por la carretera un gran número de camiones del enemigo procedentes de Mérida.

Los campesinos extremeños que defienden Medellín aguardan el ataque bien resueltos.

-Hoy tenemos tiros.
-Eso creo yo. Por allá parece que avanzan caballos.
-Preparad los fusiles.
-Somos treinta de Yelves, y ellos son más de quinientos. ¿No los ves?
-Como cante bien mi fusil ametrallador, van a quedar muy pocos de esos quinientos.

Y Víctor esgrime su arma contra la luz de la mañana que comienza a clarear. Relumbran sus ojos más que ella. Se tiende detrás de una piedra y observa al enemigo ansiosamente. Los demás hacen lo mismo. Ninguno piensa esquivar el golpe que se avecina a pesar de haber reconocido la superioridad numérica de los fascistas. Uno de éstos grita como debajo de la tierra:

-¡Apretaos mucha las cintas de las alpargatas, rojos, para correr!

Víctor ve venir por La Alameda una gran masa de caballos. Por la parte izquierda de Santa Amalia otra, y detrás un batallón de infantería. La gana de destrozarlos a todos se les nota en la dureza de la boca.

-¡Ya están ahí! ¡Fuego con ellos!

Los treinta campesinos, como uno solo, descargan sus fusiles. Los doscientos caballos que galopaban a coronar la pequeña sierra de Yelves, retroceden con sus doscientos jinetes. La infantería que le sigue también retrocede. Durante cinco horas, con las municiones contadas, los veintinueve fusiles y el ametrallador, manejados por unos hombres dispuestos a todo, contienen las insistentes arremetidas del enemigo. Víctor es el primero en advertir que la munición se agota. Multiplica su arma yendo de una piedra a otra, disparando desde varios puntos casi al mismo tiempo para que el enemigo crea que son varios los fusiles ametralladores que le acosan.

La retirada es obligada, y Víctor es quien cubre las espaldas de sus compañeros. Cerca de cuatro mil cartuchos salen disparados de su mano. Cuando ya no dispone de ninguno, se deja rodar sierra abajo perseguido muy de cerca por los fascistas de a caballo. En la orilla del Guadiana se muerde rabioso los puños mirando la sierra que ha tenido que abandonar.


Por mi lado no pasan

En uno de los puentes de Medellín sobre el Guadiana hay un grupo de dinamiteros. Entre ellos sobresale uno por su edad y su gesto. Manda una sección de mineros y barreneros lanzabombas. Medellín no se verá en peligro por la parte que a él le corresponde defender. Es un hombre curtido, endurecido a través de su vida de minero y a través de nueve meses de guerra y de muerte. Dos hijos suyos han sido asesinados y una hija de veinte años. A su lado tiene otro hijo, dos veces herido y mil veces decidido a morir vengando los crímenes cometidos con sus hermanos.

-Por mi lado no pasan. Aquí los espero. Si no me queda otro remedio, mataré a este hijo que me queda, me mataré yo y nuestros dos cuerpos podrán servir de parapetos a los compañeros (...)


España, 1936-1939 Miguel Hernández En el frente de Extremadura - La Insignia

 

Desde el castillo de Medellín, punta de lanza de la España republicana, se divisa fácilmente al sur la Sierra de las Cruces o de la Ortiga, que fue fortificada para desde allí controlar el valle del Guadámez -al otro lado estaba la posición franquista de Guareña- y la conexión con Valle de la Serena y el sureste. En la ladera sur de esta sierra se encuentran las ruinas de una casa que fue utilizada durante la guerra como cuartel de milicianos. Hoy es fácilmente visible desde 15 ó 20 km, otra casa construida a escasos 30 ó 40 m, ambas situadas en las coordenadas 38º 52' y 2º 12' del Mapa G. Catastral 1/50000 núm. 778, Don Benito.
Castillo de Medellín

 

 

AHORA, 26 de Agosto de 1936

 

ESTAMPA, 28 de Agosto de 1936

 

Página 15 de ESTAMPA: 12 DE SEPTIEMBRE DE 1936

STAMPA: 12 de Septiembre de 1936

(Nuestro agradecimiento a D. Fernando de la Iglesia, por la generosidad con que nos 

cedió estas imágenes de la prensa de la época.

 

 

Volver al Medellín del Siglo XX.